Hay ciudades a las que no se llega por carretera, ni en avión, ni en barco. A la ciudad de la que hablo se llega por caminos verticales que apuntan a un cielo azul y limpio tras acercarse por praderíos y collados. En este trayecto y solo de vez en cuando uno se cruza con otros viajeros que se alejan cansados del lugar. O se encuentra con cabras que se disputan los pasos estrechos. O, con un poco de suerte, divisa en la distancia algunos rebecos asustadizos.
La visita al Urriello exige accesorios de nombres peculiares: Expresses, pies de gato, ochos, gri-gri, fisureros, empotradores. Hará bien el interesado en aprender la jerga propia del lugar. El viajero que la recorra no debe olvidar el casco, el arnés, la cuerda. Ni la valentía o la ilusión. Ni, sobre todo, la compañía generosa, el buen humor, y la alegría. Porque a mitad de la visita, al llegar a la azotea, siempre hay celebraciones y algo de espacio para el reposo. Y unas vistas infinitas a un océano detrás de un mar de nubes. A un cielo azul recortado de picos y montañas calizas.
Hay ciudades verticales que se construyen con cuerdas y tesón, con cada paso. Con la mente. Con esfuerzo. Y sobre todo con amigos.
