Hay ciudades a las que no se llega por carretera, ni en avión, ni en barco. A la ciudad de la que hablo se llega por caminos verticales que apuntan a un cielo azul y limpio tras acercarse por praderíos y collados. En este trayecto y solo de vez en cuando uno se cruza con otros viajeros que se alejan cansados del lugar. O se encuentra con cabras que se disputan los pasos estrechos. O, con un poco de suerte, divisa en la distancia algunos rebecos asustadizos.
Esta ciudad cabe en un único edificio sin espacios interiores. No tiene ventanas y sin embargo corre el aire y las vistas son todas magníficas. No cuenta con población permanente. Sus habitantes esporádicos recorren la base y las paredes hasta llegar a la azotea. Tiene, a su manera, lo que uno espera de él: vías de acceso, muros de piedra, chimeneas sin humo, canales y canalizos abiertos, repisas sin ventanas, nichos para los vivos, puentes de piedra y hasta un anfiteatro.
La visita al Urriello exige accesorios de nombres peculiares: Expresses, pies de gato, ochos, gri-gri, fisureros, empotradores. Hará bien el interesado en aprender la jerga propia del lugar. El viajero que la recorra no debe olvidar el casco, el arnés, la cuerda. Ni la valentía o la ilusión. Ni, sobre todo, la compañía generosa, el buen humor, y la alegría. Porque a mitad de la visita, al llegar a la azotea, siempre hay celebraciones y algo de espacio para el reposo. Y unas vistas infinitas a un océano detrás de un mar de nubes. A un cielo azul recortado de picos y montañas calizas.
La bajada de nuevo a la base se realiza en solitario y cansado. Sobrecogido por la dimensión de la arquitectura rocosa y eterna. Hay tiempo y espacio para la reflexión, para el repaso tranquilo del recorrido, del tacto y del viento.
Hay ciudades verticales que se construyen con cuerdas y tesón, con cada paso. Con la mente. Con esfuerzo. Y sobre todo con amigos.