jueves, junio 25, 2009

Menorca, España

Imagínatelo, Sheilla sobre la arena blanca, en esa cala minúscula, 30 grados, el agua azul turquesa, como la de las fotos del Caribe. Habíamos llegado tras circular 40 minutos por las vueltas y revueltas de carreteras estrechas flanqueadas por muretes de piedra. Por el camino, apenas se veían unas lomas en la distancia, campos verdes y algunos bosques de arboles pequeños. Parecía el país de los hobbits del Señor de los Anillos. En todo el trayecto no se veía el mar por ningún lado. Imposible decir que estábamos en una isla. Y de pronto tras 15 minutos andando por un camino de tierra llegamos a esa cala encajada en los acantilados de aguas azules. El paraíso. E imagínatelo, Sheilla en todo su esplendor recostada sobre mi hombro y la arena blanca, con la piel recubierta aún de gotas saladas y con los ojos entrecerrados. Me hubiera quedado para siempre allí... si no hubiera descubierto que en esa pequeña isla mediterránea hay otra cala asombrosa solo unos metros más allá: Macarella tiene su Macarelleta, Mitjana su Mitjaneta, ...

Por la noche después de cenar, tomamos unas copas en una cueva excavada en el acantilado. Ahora, conjura en tu mente la imagen de unas escaleras que bajan pegadas a una pared vertical de roca que se sumerge en el agua que hay unas docenas de metros más abajo. Hay unos pasillos que entran en la montaña y algunas cavidades rocosas. Algunas luces de discoteca, música chill-out y dos ventanas que miran al mar. El agua es tan transparente que puedes ver los peces bajo su superficie atraídos por los insectos que revolotean a causa de las luces de los focos. Y Sheilla a mi lado. ¿Te haces idea? Estaba encantada y se reía abiertamente. Esperaba que a las 11 comenzase la fiesta de ese día: 80's music party.

No sé si te he contado alguna vez nuestra particular ley menorquina: El día debía iniciarse con un buen desayuno y un baño en la piscina y debía transcurrir con la visita a no menos de dos playas con sus respectivas inmersiones marinas. Y la noche debía venir precedida de otro baño en la piscina y una jugosa cena. No debíamos saltarnos la norma bajo pena de que alguna oscura maldición cayera sobre nosotros. Sheilla y yo conseguimos casi mantener el ritmo a pesar de los aires de esta isla del viento y las pantagruélicas calderetas de langosta del puerto de Fornells.

No es extraño que cuando ascendíamos raudos hacia el cielo en el avión que nos sacó de allí, mientras veíamos desde el aire los contornos de ese espacio de tierra en el que tanto habíamos disfrutado, nos conminásemos solemnemente a no dejar pasar mucho tiempo antes de volver.

viernes, enero 16, 2009

Estambul, Turquía

Mi querida Gálata, aún recuerdo como brillaban tus ojos en aquella barca pirata sobre el Bosforo, entre Eminonu y el puente nuevo. Cómo olvidar, mi adorada Kapaliçarsi, tus ojos perdidos entre los interminables brillos de los bazares, "Amigo, my friend, ¿de dónde eres? ¿qué quieres comprar?", buscando una baklava o una gominola de miel, un portavelas hecho de cuentas de cristal, unos cojines de cien colores, aprendiendo a regatear duro, ¡pobres tenderos! Sí, mi deseada Suleymaniye, qué imagen la tuya, ausente, recortada contra los azulejos azules de las mezquitas, coronada por las omnipresentes y enormes lámparas circulares colgadas de unos larguísimos cables sobre la roja moqueta infinitamente pisada por pies tan descalzos como los tuyos. Cien días han pasado y todavía puedo verte, mi ardiente Yerebán, asombrada en la calida semioscuridad roja del patio de columnas espectacular de las cisternas subterráneas de esta ciudad.